Este libro fue
polémico desde el inicio. En plena agitación por las reformas de Salvador
Allende, sus autores, radicados en Chile, se propusieron hacer una contribución
intelectual al proyecto socialista de aquella época. Su punto de partida es la
teoría de la dependencia. A su juicio, hay un orden mundial económico, que ha
impuesto una división del trabajo que intensifica las relaciones de desigualdad
entre los países del mundo. Los países de la periferia aportan materias primas
y trabajo barato. Los países del centro depredan los recursos y el trabajo, y
mediante su tecnología, manufacturan mercancías. A su vez, los países del
centro exportan sus productos a los países de la periferia. Éstos los consumen,
pero en este intercambio desigual, los países del centro venden sus productos a
un precio sobrevaluado, y los países de la periferia entregan sus recursos y
trabajo a un precio infravalorado. Al final, los países de la periferia nunca
pueden desarrollarse, y se establece una relación de dependencia. Y, en este sentido,
las relaciones económicas entre los países recapitulan las relaciones de
explotación que Marx denunció entre capitalistas y proletarios. El norte
depreda la plusvalía del sur, y para aumentar su capital, invade los mercados
sureños con productos manufacturados.
Dorfman y
Matterlat pretendieron llevar esta teoría de la dependencia más allá de la
esfera económica. Marx y Engels ya habían adelantado la idea según la cual, la
superestructura es un aparato ideológico para asegurarse el dominio de la infraestructura.
En otras palabras, en las relaciones de explotación, el burgués se asegura de
que el proletario asuma unos valores e ideas que garantizan la preservación del
status quo. Así, por ejemplo, la religión es el opio del pueblo, pues
las ideas religiosas son un artefacto burgués para convencer al trabajador
explotado de que no se rebele, en expectativa de una mejor vida después de la
muerte.
Pues bien, el
libro de Dorfman y Matterlat consistió en denunciar cómo los países del norte
expanden sus valores burgueses a los mercados del sur, con un doble propósito.
Por una parte, difunde una ideología capitalista que previene la rebelión
proletaria. Y, además, incentiva el consumo que, a la larga, permitirá que los
países del norte expandan sus mercados.
Hay muchas
formas de expandir estos valores, pero Dorfman y Matterlar se concentraron en
las tiras cómicas de Disney, las cuales por aquella época gozaban de gran
popularidad en América Latina. A juicio de los autores, detrás de la inocencia
de los personajes de Disney, hay una gran carga ideológica que sirve como
aparato para reproducir las relaciones de explotación en el mundo.
Entre los
personajes clásicos de Disney, no hay padres e hijos, sino tíos y sobrinos.
Esto, según Dorfman y Matterlat, reprime las relaciones sexuales y el rol de la
mujer en la procreación. De ese modo, alegan los autores, se afianza la
ideología patriarcal de explotación. Igualmente, los personajes de Disney
acumulan riquezas sin el menor esfuerzo; muy rara vez se presentan escenas de
fábricas o sindicatos. De nuevo, esto afianza la ideología capitalista que
pretende disimular las relaciones de explotación y el sufrimiento de los
trabajadores.
Además, son
personajes que miden todo en función del dinero, y con esto, las tiras cómicas
de Disney aplauden la actitud mercantil. Cuando los personajes de Disney viajan
a América Latina, se encuentran con gente inocente pero inepta, a la espera de
que los gringos les resuelvan sus problemas. Una vez más, esto siembra un
complejo de inferioridad entre los latinoamericanos, y abre espacio para que
las trasnacionales tengan una buena recepción en la periferia.
En principio, Para
leer al Pato Donald tiene bastante plausibilidad. Las trasnacionales
aspiran expandir sus mercados y, por supuesto, deben incentivar el consumo. A
estas trasnacionales les viene bien que los habitantes del Tercer Mundo asuman
el estilo de vida consumista, y todo parece indicar que las tiras cómicas de
Disney persiguen ese objetivo. Al aplaudir el interés mercantil y el consumo
entre los personajes de Disney, se siembra el consumismo entre los lectores de
historietas, la cual viene muy bien a la trasnacional Disney.
Hay también un
halo de plausibilidad en la idea marxista de que los valores predominantes en
una sociedad son aquellos que reflejan los intereses de la clase dominante, a
fin de mantener el status quo. Y, en este sentido, las historietas de
Disney serían un aparato ideológico para distraer a las masas oprimidas, y
prevenir así la revolución proletaria.
El problema con
estas tesis, no obstante, es que fácilmente se convierten en teorías de la
conspiración. Y, no deja de ser cierto que Para leer al pato Donald está escrito en clave paranoica. El
Pato Donald no es un inocente personaje que agrada a los niños. En realidad es
un agente encubierto de la CIA, que pretende lavar el cerebro a las masas, y
así servir a los diabólicos intereses de los capitalistas.
En el marxismo
está presente este elemento paranoico. Según el marxismo, existe una
mega-conspiración burguesa internacional, con diversos grados de conciencia,
para mantener oprimidos a los trabajadores. El marxismo es una teoría
sociológica coherente y plausible, pero a diferencia de otras teorías, no tiene
mucha posibilidad de ofrecer sólidas evidencias empíricas. Y, precisamente por
ello, como bien advertía Karl Popper, no cuenta con la posibilidad de ser
falseada. Bajo los términos del marxismo, toda aquella persona que dude de que
esa conspiración burguesa internacional existe, es en sí mismo un burgués, y
forma parte de la conspiración. Esto recuerda un poco a los inquisidores que
postulaban que, quienes negaran la existencia de las brujas, eran en sí mismas
brujas.
Sería ingenuo
dudar, por supuesto, que la CIA tiene tentáculos en todos los rincones del
globo. De hecho, dos años después de la publicación de Para leer al Pato
Donald, la CIA apoyó el golpe militar contra Allende, y la brutal dictadura
de Pinochet. Pero, la paranoia alimentada por libros como Para leer al Pato
Donald muchas veces hace incurrir en el extremo opuesto; a saber, la
paranoia irracional. Hoy, la CIA es culpada de haber inventado el reguetón para
destruir a la juventud latinoamericana, o de haber propagado el virus del VIH
para aniquilar a los africanos. Un mínimo de racionalidad debería rechazar
acusaciones tan absurdas como éstas.
El poder de la
CIA se ha exagerado. No deberíamos dudar, por ejemplo, de que estuvieron detrás
de la caída de Gadaffi en 2011. Pero, alegar que la CIA es la gran mano
titiritera que conduce todo es atribuirle demasiado. Sin descontento social
generalizado, es muy difícil que un puñado de espías y mercenarios logre tumbar
gobiernos.
Quizás Donald y
Mickey sirvan para alienar al Tercer Mundo. Pero, alegar que hay una mente
maestra que deliberadamente planifica esto mediante una conspiración, es
incurrir en la paranoia irracional. Dorfman y Matterlat nunca llegaron a
sostener explícitamente que las tiras cómicas de Disney sean un invento de la
CIA, ni tampoco que se trate de una gigantesca conspiración deliberada. Pero,
sí abrieron el camino a los teóricos de la conspiración que tanto han
prosperado en los últimos años.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjiKdNWeyiCWRwgOcuWZJeXhHIY1srx7pByiUr35lf7429IWbjpY2-kSyWxJ1cy_7fWRNLQ1VsAPVYmSnKR9prRJHNMie3XNjxchB5lo4x28xJC28hq-5H0a8iwuFOCYqiRaGhEcmlfRjM/s1600/disnet.jpg)
Pero, como en
toda especulación, estamos muy lejos de tener certeza sobre la veracidad de
esas tesis. Como bien señalan Vargas Llosa y compañía, así como Matterlat y
Dorfman acusan a Mickey de promover la ideología burguesa, podríamos acusar a
Mafalda de promover la inmoralidad sexual. La semiótica es presa fácil del
abuso. Dependiendo de las predisposiciones mentales que tengamos,
interpretaremos a nuestro antojo muchos signos. Al final, la mayor parte de los
análisis semióticos son afines a los exámenes de Roschard: veremos lo que
queremos ver.
De hecho,
Matterlat y Dorfman no fueron pioneros en su crítica a las tiras cómicas como
lavadoras de cerebro. Estos autores escribieron desde la izquierda, pero ha
habido también plenitud de autores ultraconservadores que observan en las tiras
cómicas potencial revolucionario anárquico que atenta contra el orden social.
Cuando Batman y otros superhéroes se toman la justicia por sus manos, motivan
al lector común a no confiar en los cuerpos policiales del Estado. Y, por
supuesto, no falta el elemento sexual en muchas de estas críticas derechistas:
la Seducción de los inocentes, publicado en 1954 por el psiquiatra
Frederic Wertham, es un libro que postula que existe una conspiración de
homosexuales para corromper la moralidad mediante las tiras cómicas,
especialmente la dudosa relación entre Batman y Robin.
Quizás, todos
estos semióticos que pretenden desenmascarar conspiraciones mundiales, estén
condicionados por sus genes. Las condiciones de la sabana africana en los
albores de nuestra especie, hizo que para nuestros ancestros fuese una ventaja
adaptativa el tener cierta predisposición cerebral a la paranoia. En un
ambiente de tanta incertidumbre frente a los depredadores y otros peligros, era
más ventajoso ser paranoico que ser ingenuo. Por ello, sobrevivieron en mayor
proporción los paranoicos, y eso explica cómo nuestra especie tiene una
tendencia a encontrar patrones en cosas que, vistas con mayor racionalidad,
realmente no lo tienen. Nos cuesta aceptar que un pato sea un pato: siempre
existe mayor satisfacción en creer que un pato es un agente de la CIA.
Deseo hacer una
última advertencia sobre Para leer al Pato Donald. Dorfman y Matterlat
se proponen hacer una crítica al ‘imperialismo cultural’. A su juicio, cuando
Disney exporta a Mickey, nos impone un elemento foráneo a nuestra cultura, y
nos obliga a vernos a nosotros mismos como ellos nos ven a nosotros. De nuevo,
esta tesis tiene un alto grado de plausibilidad. Pero, pretender que el
imperialismo cultural sea exclusivamente malo, es no evaluar íntegramente la
evidencia. Dorfman y Matterlat se concentran exclusivamente en los aspectos
negativos del imperialismo cultural, a saber, aquel que pretende imponer sobre
los colonizados, una visión degradante de ellos mismos, y una estimulación del
consumo para favorecer a los países que manufacturan los productos.
En esto, los
autores son demasiado mezquinos. Pues, el mismo imperialismo cultural ha sido
el responsable de proveer el marco ideológico para la crítica de la cual parten
Matterlat y Dorfman. Los productos de exportación de Occidente no han sido sólo
Disney, Hollywood, McDonalds y Coca-Cola. También ha exportado las bases
ideológicas de la democracia, el secularismo, la ciencia, el igualitarismo, los
derechos humanos, e incluso, el mismo socialismo (difícilmente los aztecas o
incas hubieran parido un Marx).
Hasta cierto
punto, la penetración de Donald y Mickey en el Tercer Mundo ha abierto el
camino para que, en ese mismo Tercer Mundo, le sigan Marx y Lenin. El comercio
siempre ha servido de vías de comunicación entre los pueblos, y así, la
mercancía de Disney sirve como canal para la penetración de ideas liberadoras
socialistas procedentes de otras latitudes. La gran paradoja del imperialismo
occidental (a diferencia de casi todos los otros imperialismos de la historia)
ha sido que, así como ha exportado explotación, ha exportado también las bases
ideológicas para resistir la explotación.